Lejos de la ocultación y el recelo que la palabra color señala desde su origen latino, el término griego khrōs significa en Homero el cuerpo, la carne y la piel como manifestación de procesos físicos internos o estados anímicos, objeto de exposición a las armas o razón del deseo y la seducción.
¿Cómo se pasa, con la primera aparición de khrōs en un texto filosófico, desde lo tangible a lo mudable y engañoso? (Parménides, fr. 8, 41) ¿Es el recuerdo de aquella primigenia relación entre el khrōma y la realidad del cuerpo la que hace a Platón (El Banquete, 211e) señalar a ambos, carne humana y color, como obstáculos a la contemplación de la belleza? El tradicional desasosiego de la cultura occidental ante las inconsistencias y carencias léxicas del mundo clásico griego en relación al color quedan en segundo plano frente al buen juicio de fundamentarlo, precisamente, en el cuerpo.
Cuando a partir de Newton el color deja de ser una propiedad de la materia y pasa a serlo de la luz en colaboración con el ojo y el cerebro, la persistencia de su enigmático poder emocional nos remite a aquel origen en la carnalidad que puede explicar el escaso interés de Homero en el color como concepto abstracto.
La presencia material del color y nuestra sensibilización a su inmediatez, sin embargo, parecen debilitarse cada día en favor del color desencarnado de la pantalla, que al haberse hecho hegemónica y renegar de lo tangible pone en evidencia la progresiva virtualización de toda experiencia ¿Qué significar con la antigua palabra en un mundo saturado de imágenes? ¿A qué campo semántico acudir para encontrar un nombre nuevo para el color?
Prudencio Irazabal.